miércoles, 3 de diciembre de 2014

HUMEDO LAMENTO

Al fondo del camino le estaba esperando su amado.
Galia caminó despacio atravesando la sinuosa pasarela. A cada paso que daba estaba más cerca de él pero, tan lejos aún. Notaba la humedad en su rostro, la humedad salada del agua que se mecía tranquila bajo los “ojos” del camino.
Siguió avanzando, paso a paso. Se le antojaba lejano el final, el punto donde él esperaba.
Rozó su mejilla, húmeda, ¿acaso las gotas de mar se posaban en ella?
No quería llorar por él, era la bruma marina lo que apartaba de su cara.  Seguro.
Estaba cerca, llegando, sólo unos pasos más y estarían juntos.
De pronto, la mar, hasta entonces tranquila, arrancó con una ola quebrada la imagen de aquél que le estaba esperando.
Y todo volvió a estar en calma.

En ese mismo momento despertó y fue consciente de que, de sus ojos, manaba un húmedo lamento.

jueves, 15 de mayo de 2014

PAÑO DE LUNA


Cuando era una niña, mi madre decía que la luna tenía un paño que todo lo cubría.
Las penas de los niños y sus miedos se ocultaban bajo aquel paño de luna, hasta que, consumidos por la oscuridad, desaparecían sin dejar rastro.
Algunas noches, cuando estaba triste, me acercaba cautelosa a la ventana de mi cuarto y, de puntillas, observaba con los ojos muy abiertos a la luna, tan brillante que me cegaba con su luz. Pensaba en que las penas de los niños del mundo, estaban allí, cubiertas por su paño. Pensé que sería enorme para tenerlas todas juntas, o que las penas eran muy pequeñitas en comparación con la inmensa luna.
Eso me hacía sentir segura. Si tenía algún problema, sabía que podría mandarlo muy lejos, mandárselo a la luna, para que ella se encargase de hacerlo desaparecer.

Cuando era niña, mi madre decía que los días en que la luna no brillaba como siempre, era porque había muchos niños tristes en el mundo al mismo tiempo, y que esos días, la luna tenía tanto trabajo, que necesitaba la ayuda de las mamas de todos los niños del mundo.

Cuando era niña, mi madre decía que los días en que yo estuviese triste o cuando tuviese miedo, podía abrir las cortinas y dejar que la luz de la luna me llevase las penas, y que, cuando la luna no brillase, yo podía llamarle a ella, así:

- ¡Mamá, mamá, ven!, tengo miedo… ¡mamá, mamá, ven!, estoy triste…

Y mamá… siempre venía.