Cuando era niña,
vivía en un mundo de cuento:
“Érase una vez una
niña, que, junto con sus hermanos y sus primos, disfrutó del amor y la compañía
de sus queridos abuelos…”
Mi abuelo Paco nos
llevaba de excursión los domingos. Todos juntos en aquel desvencijado “600”. Los siete (seis primos y
mi abuelo) atravesábamos carreteras y caminos de polvo y piedras. Incluso
pasábamos junto al pozo en el que “se había ahogado Blancanieves”, como decía
“güelito”.
Pobrecilla, si eso no
venÍa en el cuento.
Llegábamos a casa de
la tía Fina y nos daba galletas para “mojar” en el vino dulce. Delicioso manjar
en las tardes de invierno. Al calor del hogar con su lumbre.
Muchas veces, nos
quedábamos a dormir en casa de la abuela Lola y nos despertábamos con el sonido
de las ollas llenas de leche recién ordeñada y con el olor de los “tortos”, que
colmaba de gozo nuestros sentidos.
O en casa de la
abuela Hortensia, donde los gallos cantaban al alba para avisarnos de que ya
había empezado el día.
-Levantaos perezosos - parecían
decir con su canto.
Algunas tardes, había
que ir al campo, a recoger la hierba segada para alimentar al ganado. El abuelo
Juan nos subía en el carro, tirado por aquel enorme caballo percherón y nos
acercábamos a la finca.
Nos encantaba buscar
renacuajos en el riachuelo y recoger la hierba con el rastrillo.
Cuando eres
“pequeño”, todo te parece “tan grande”.
Pasábamos toda la
tarde jugando entre aperos y zarzas. Era estupendo.
Los abuelos son,
desde luego, el mayor de los tesoros.
Cuando eres niño, son
como un soplo de aire fresco.
Te dejan hacer lo que
quieres, juegan contigo, te acompañan y te cuentan historias “increíbles”.
Te quieren sin
mesura, te achuchan y besan hasta desgastarte.
Recuerdo cuando la
abuela Lola nos paraba, cuando llegábamos del colegio. Nos interceptaba, justo
cuando queríamos llegar a casa, cansados y hambrientos.
-Que
lata - pensábamos.
Pero es que ella
quería vernos, a sus nietos.
Estaba tan orgullosa.
Le cantábamos
canciones de Pimpinela y Juan Pardo, en primicia para ella. En la cuadra, al
calor de las vacas y las gallinas. Junto a la molienda del maíz que alimentaba
al ganado.
Cuanto añoro aquellos
años de felicidad inmensa.
Somos tres hermanos y
nunca nos sentimos solos, pero los abuelos nos hicieron mucha compañía. Que
suerte la nuestra.
Ahora que soy madre.
Pienso en los abuelos de mis hijos como un rico cofre lleno de monedas de oro
para ellos.
No saben lo que
tienen, pero lo descubrirán cuando crezcan.
Sólo saben que les
gusta estar con ellos. Su amor incondicional, sin fisuras, sin reproches, tan
inmenso… es algo excepcional.
Les ayuda a crecer
como personas, les acompaña en su camino a la cima.
Espero con ansia mi
momento.
Ya soy madre. Cuando
la vida tenga a bien premiarme otra vez, seré además, ABUELA.