jueves, 11 de octubre de 2012

UN CUENTO PARA MIS ABUELOS

Cuando era niña, vivía en un mundo de cuento:

“Érase una vez una niña, que, junto con sus hermanos y sus primos, disfrutó del amor y la compañía de sus queridos abuelos…”

Mi abuelo Paco nos llevaba de excursión los domingos. Todos juntos en aquel desvencijado “600”. Los siete (seis primos y mi abuelo) atravesábamos carreteras y caminos de polvo y piedras. Incluso pasábamos junto al pozo en el que “se había ahogado Blancanieves”, como decía “güelito”.
Pobrecilla, si eso no venÍa en el cuento.
Llegábamos a casa de la tía Fina y nos daba galletas para “mojar” en el vino dulce. Delicioso manjar en las tardes de invierno. Al calor del hogar con su lumbre.

Muchas veces, nos quedábamos a dormir en casa de la abuela Lola y nos despertábamos con el sonido de las ollas llenas de leche recién ordeñada y con el olor de los “tortos”, que colmaba de gozo nuestros sentidos.

O en casa de la abuela Hortensia, donde los gallos cantaban al alba para avisarnos de que ya había empezado el día.
            -Levantaos perezosos - parecían decir con su canto.

Algunas tardes, había que ir al campo, a recoger la hierba segada para alimentar al ganado. El abuelo Juan nos subía en el carro, tirado por aquel enorme caballo percherón y nos acercábamos a la finca.
Nos encantaba buscar renacuajos en el riachuelo y recoger la hierba con el rastrillo.
Cuando eres “pequeño”, todo te parece “tan grande”.
Pasábamos toda la tarde jugando entre aperos y zarzas. Era estupendo.

Los abuelos son, desde luego, el mayor de los tesoros.
Cuando eres niño, son como un soplo de aire fresco.
Te dejan hacer lo que quieres, juegan contigo, te acompañan y te cuentan historias “increíbles”.
Te quieren sin mesura, te achuchan y besan hasta desgastarte.

Recuerdo cuando la abuela Lola nos paraba, cuando llegábamos del colegio. Nos interceptaba, justo cuando queríamos llegar a casa, cansados y hambrientos.
-Que lata -  pensábamos.
Pero es que ella quería vernos, a sus nietos.
Estaba tan orgullosa.
Le cantábamos canciones de Pimpinela y Juan Pardo, en primicia para ella. En la cuadra, al calor de las vacas y las gallinas. Junto a la molienda del maíz que alimentaba al ganado.

Cuanto añoro aquellos años de felicidad inmensa.
Somos tres hermanos y nunca nos sentimos solos, pero los abuelos nos hicieron mucha compañía. Que suerte la nuestra.

Ahora que soy madre. Pienso en los abuelos de mis hijos como un rico cofre lleno de monedas de oro para ellos.
No saben lo que tienen, pero lo descubrirán cuando crezcan.
Sólo saben que les gusta estar con ellos. Su amor incondicional, sin fisuras, sin reproches, tan inmenso… es algo excepcional.
Les ayuda a crecer como personas, les acompaña en su camino a la cima.
Espero con ansia mi momento.
Ya soy madre. Cuando la vida tenga a bien premiarme otra vez, seré además, ABUELA.