Cuando era una niña, mi madre
decía que la luna tenía un paño que todo lo cubría.
Las penas de los niños y sus
miedos se ocultaban bajo aquel paño de luna, hasta que, consumidos por la
oscuridad, desaparecían sin dejar rastro.
Algunas noches, cuando estaba
triste, me acercaba cautelosa a la ventana de mi cuarto y, de puntillas, observaba
con los ojos muy abiertos a la luna, tan brillante que me cegaba con su luz.
Pensaba en que las penas de los niños del mundo, estaban allí, cubiertas por su
paño. Pensé que sería enorme para tenerlas todas juntas, o que las penas eran
muy pequeñitas en comparación con la inmensa luna.
Eso me hacía sentir segura. Si
tenía algún problema, sabía que podría mandarlo muy lejos, mandárselo a la
luna, para que ella se encargase de hacerlo desaparecer.
Cuando era niña, mi madre decía
que los días en que la luna no brillaba como siempre, era porque había muchos
niños tristes en el mundo al mismo tiempo, y que esos días, la luna tenía tanto
trabajo, que necesitaba la ayuda de las mamas de todos los niños del mundo.
Cuando era niña, mi madre decía
que los días en que yo estuviese triste o cuando tuviese miedo, podía abrir las
cortinas y dejar que la luz de la luna me llevase las penas, y que, cuando la
luna no brillase, yo podía llamarle a ella, así:
- ¡Mamá, mamá,
ven!, tengo miedo… ¡mamá, mamá, ven!, estoy triste…
Y mamá… siempre venía.